lunes, 21 de julio de 2008

Charly Bird

Las diucas son unas aves muy conocidas en extensas zonas de Chile, se les puede encontrar durante todo el año en pueblos y ciudades, en parques y cañadas. Su plumaje es casi todo grisáceo, contrastando con el blanco de su garganta, mientras que su bajo vientre presenta un color caneloso. Se le conoce de lejos por su canto repetitivo, melodioso y muy estridente. Se escucha su cantar al amanecer, componiendo una hermosa sinfonía con la fresca mañana y con los bellos paisajes de la Araucanía.
En un árbol de mediana altura fijaron su residencia una pareja de jóvenes diucas. Ellos se habían conocido desde pequeños y desde entonces fueron amigos. Volaban en la misma bandada hasta que pensaron procrear, ya que se amaban. Con su descendencia sellarían el amor que se profesaban.
Habían construido un coqueto nido de pasto y fibra con mucho esmero y poco tiempo después la hembra puso cuatro huevos.
-Tendremos familia numerosa- le comentó el macho a su pareja.
Ésta, sonriendo, le contestó:
-Si, cariño. Y les cuidaremos para que pronto se fortalezcan y puedan hacer su vida de forma independiente.
El macho estaba prendado de los hermosos huevos que había puesto la diuca, eran de un color azul verdoso, adornados de pintas oliváceas.
Elegieron el pequeño árbol en una comuna donde vivían los perros vagos, los cuales eran cuidados por Ramón, ya que a ellos les gustaba mucho el paraje lleno de hermosos árboles y abundante vegetación. También corría por allí un estero, el cual iba a desembocar en el río Toltén.
A mediados de octubre nacieron los cuatro diucas, vieron la luz una linda mañana de primavera. El sol brillaba en el horizonte y una fría y suave brisa procedente del nevado volcán les dio la bienvenida a este mundo.
La pareja se afanaba en tener a sus pollitos bien alimentados y abrigados con sus alas. Estos se encontraban contentos del lugar donde habían nacido y de los padres tan amorosos que tenían.
Un día uno de los pollitos sacó su cabeza del nido y vio cómo jugaban unos perros, lo estaban pasando muy bien. Para ver mejor, se inclinó un poco más fuera del nido con tan mala fortuna que cayó al suelo. Se dio un tremendo golpe, pero se quedó inmóvil. Sabía que los perros eran muy juguetones y la podían matar con su gran fuerza y sus patas tan grandes.
Al poco rato pudo observar a sus padres que estaban en lo alto de un árbol mirándole, pero que no se atrevían a bajar a rescatarlo por miedo a los canes.
Pasaba el tiempo y el pollito permanecía inmóvil, pero cada vez más débil. Él podía observar cómo los perros estaban muy cerca esperando el momento en que se moviera para jugar con ella, o quizás para atacarla. Estaban siempre atentos a la inmovilidad de aquel pájaro que había caído, y pasaron mucho tiempo esperando a que se moviera para tirarse sobre ella, hasta que, aburridos, se fueron a jugar a otra parte.
La pequeña diuca se mantuvo así, muy quieta, durante dos días, hasta que Ramón se percató de su existencia y acudió en su ayuda rápidamente.
Cuando la tomó suavemente en sus manos, se dio cuenta que estaba helada y muy débil. No sabía si podría sobrevivir. Enseguida la llevó a un sitio más cálido y le dio un poquito de agua para reanimarla.
Ramón sabía que la pequeña diuca requería cuidados especiales y él no podía proporcionárselos, pues tenía muchos perros a su cargo a los que tenía que cuidar. Enseguida llamó a la doctora Gisa que sabía que amaba a toda clase de animales. Estaba seguro que ella se haría cargo del débil pollito y tenía esperanza de que se recuperara.
Desde que llegó la doctora, cobijó al polluelo en su pecho llevándoselo a su casa y le puso el nombre de Charly Bird.
Gisa cuidaba con mucho esmero a la diuca. Le daba agua con una pipeta y le introducía pequeños trocitos de carne en el fondo de su pico, prácticamente en la garganta. Era tan pequeña que no era capaz de picar el alimento de su mano.
Poco a poco se fue recuperando y fortaleciendo. A los cinco días ya podía alzar un poco su pico, pero incapaz aún de tomar el alimento por sí misma desde la mano de su cuidadora.
Ésta desplegaba sus largos brazos para inducir a la pequeña ave a hacer lo mismo con sus alas, eran ejercicios de flexibilidad. Charly la observaba detenidamente, pero no se movía. Después de algunos días empezó a desplegar un poco sus alas. Cada día hacía ejercicios con Gisa para ir fortaleciéndolas. Primero la izquierda, luego la derecha. Las extendía y las encogía, hacía ejercicios de repetición. Cada cada vez se la veía más fuerte y más ágil.
Un día Gisa creyó que ya era el momento de batir las alas con fuerza y se puso delante de la diuca batiendo sus largos brazos como si quisiera echarse a volar.
Charly la observaba con los ojos picarones muy abiertos y, esbozando una sonrisa, movió su cabeza de un lado para el otro, y le preguntó:
-¿Qué haces, Gisa? Eso no está muy bien. Ya verás que pronto lo podré hacer yo, así te percatarás cómo se deben desplegar las alas correctamente para volar.
La doctora siguió alimentando a la diuca introduciéndole trocitos pequeños de carne en su pico, pero cada vez hacía el movimiento de picar con más facilidad.
-Pronto podrás comer sola- le decía a Charly.
Para que Charly pudiera picar del suelo, un día la doctora encerró a todos sus perros. Así podría pasear y acostumbrarse a buscar su propio alimento. Paseó feliz por el patio y de vez en cuando cazaba algún gusano
El ave se movía con más agilidad, daba pequeños saltos y continuaba con los ejercicios de flexibilidad y de fuerza con sus alas.
Una mañana de diciembre Gisa vio a Charly volar hacia la ventana. Al amanecer, después de los cotidianos cantos, había sido capaz de comer la carne picando de la palma de su mano.
Charly estuvo largo rato observando el patio donde estaban los perros de Gisa, a quienes, con frecuencia, había observado cómo jugaban. También, con detenimiento, miró los árboles que rodeaban la casa, donde se posaban otras diucas adultas y otros pájaros que venían a vistarla. Y, por último, fijó sus ojos en Gisa que la observaba estupefacta y le dio las gracias con los últimos ejercicios de flexibidad con sus alas y, mirándola fijamente, le dijo:
-Gracias, amiga, me has salvado la vida. Nunca te olvidaré.
-Adiós, Charly, ten cuidado con los animales mayores que tú, también con los perros y aprende a tomar tu alimento de la tierra- se despidió Gisa.
Charly batió sus alas con fuerza y se elevó por los aires desapareciendo tras los grandes árboles que rodean la casa.
Gisa se quedó con un nudo en la garganta. Sabía que tendría que llegar el momento en que la diuca elevaría el vuelo y tomaría su propio rumbo, pero le pareció muy pronto. Seguro que era por el cariño que le tenía.
Cada amanecer la doctora se somaba a la ventana para escuchar el canto de Charly, pero sólo oía otros cantos, pero no era el de su polluelo.
En una mañana soleada, una linda melodía hizo alegrar su cara y su corazón. Esto hizo que saliera a su balcón y allí estaba Charly sonriendo, había vuelto para saludar a su salvadora.
-¿Cómo te ha ido, pequeña? -Preguntó Gisa.
-Muy bien. Me di una vuelta por los campos, por la playa y por el lugar donde están mis hermanos. Aún permanecen en el nido. No pueden volar todavía, son pequeños para eso. Yo lo puedo hacer porque tú me alimentaste, me cuidaste y me enseñaste a fortalecer mis alas, y por todo eso yo puedo volar.
-¡Qué bien, Charly! Me alegro que te haya ido estupendamente. -Ahora, ¿qué piensas hacer?
-Iré a ayudar a mis hermanos que aún continúan en el nido, más tarde nos integraremos en una bandada. Ahora viviré en libertad, pero te vendré a ver de vez en cuando. Para mí eres mi segunda madre.

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