¡Aquí quiero morir! - Suspirando exclamó el poeta ante tan bello paraje.
Caminaba indagando las fuentes de la Naturaleza, buscando vestigios del nacimiento de la Tierra subió el camino entre intenso follaje del bosque, sólo acompañado por los pájaros, por los insectos y por otros animales que de vez en cuando hacían acto de presencia. Mi alma navegaba en silencio por senderos ignotos para mí. Un rayo traspasaba los altos árboles que habían ascendido mucho en busca del rayo de sol que les alimentara durante toda su vida.
Hacía un poco de frío, a pesar de encontrarse ya la primavera en su pleno apogeo. Pensaba en la inmensidad del universo. Pensaba en la inmensidad del alma. Del largo camino recorrido hasta llegar hasta ese lugar que le había cautivado. Posiblemente hubo una sincronización entre el alma de mi alma y el alma de la montaña, de la fresca brisa, de los animales que me acompañaban.
Dejé a un lado mi mochila, cargada sólo con lo imprescindible, una muda de ropa, una botella de agua, los útiles de aseo, un cuaderno y un lápiz y un libro: la Biblia. Éste es el libro filosófico y de meditación por excelencia. A veces me paro y leo un pequeño versículo y reflexiono sobre su contenido, la trascendencia que tiene para la humanidad, y me llega la paz al alma que descansa durante un tiempo indefinido.
Otras veces me paro y arrodillándome elevo mi mirada y las palmas de mis manos hacia el cielo y mantengo un diálogo fluido con el Creador. Doy gracias a Dios por todo lo que me ha concedido durante la vida.
He recorrido miles de kilómetros para llegar hasta este lugar, pues procedo de unas islas cercanas al continente africano, las Islas Canarias. He buscado durante décadas el lugar mágico que me dictaba mi corazón y que algun día percibí en sueños.
Pasado un tiempo indeterminado procedí a continuar la ascención de la montaña pintada de verde y grana, con enormes árboles nativos chilenos: araucarias, bellotos, boldos, cipreces, coigues, lingues, maitenes, notros, palmas, quillays, raulíes, tepas y ulmos, arrayanes, canelos, lengas, melíes, peumos y robles.
Caminaba despacio escuchando el lenguaje de la Naturaleza, el suave murmullo de las hojas, la sonora música de la brisa, el canto alegre de los pájaros. La deliciosa melodía del río que transcuría alegre por un barranco junto a la montaña. Los rayos de sol ponían el color a aquel maravilloso lugar. Paso tras paso escalaba la montaña visualizando mentalmente la entrada y salida de aire a los pulmones. Una y otra vez lo veía nítidamente. De repente mi mente se escapaba y pensaba en todos los lugares de Chile que había recorrido hasta entonces: la Cordillera de los Andes con sus altas cimas, con su nieve, con algún pueblo que embellece sus paisajes como El Cajón del Maipo, tranquilidad, belleza, espiritualidad cercana al olvido se siente en la casa donde estuve durante unos días, jugaba con el río que transcurría por su valle, me introducía en el bosque sintiendo su alma y su corazón, llegando a una total conjunción con mi espíritu.
Mientras más subía la montaña más se podía ver, puesto que la luz ya iluminaba el camino, iluminaba mi vida y la vida de los miles de animales que vivían en esa parte del bosque. Me impresionan las araucarias, enormes árboles siempre verdes que pueden llegar hasta los cincuenta metros de altura y pasar de los tres metros de grosor. Éstos árboles han sido mudos testigos del paso de un largo tiempo, algunos de los cuales han superado los mil años de vida.
De repente, observo unas trampas colocadas en el suelo bien mimetizadas para que los animales caigan en sus redes. La mano criminal del hombre no piensa sino en su provecho, en su egoísmo. Estos huachis o trampas forman parte de la ancestral equivocación del hombre de vivir de espaldas a la Naturaleza. Los jabalíes y pumas que bajan en invierno para buscar alimento caen en sus redes. Los cazadores los atrapan y matan para aprovechar su piel, su carne, sus huesos, no importándoles que sean razas en peligro de extinción, o que dejaran a una familia de jabalíes o de pumas sin el progenitor que bajó en busca de alimento para sus cachorros.
A veces caen en esas trampas algunos perros del vecindario que aprovechan el agradable lugar para darse sus paseos o para jugar.
Asciendo un poco más y ya se vislumbra la cima de la montaña. Me percato que es una vasta planicie desde la que se vislumbra el pie del volcán Villarrica, las montañas aledañas al volcán cubiertas de espesa vegetación. Poco más tarde pude descubrir que a la derecha discurre el río Correntoso y por el otro lado otro río aún más caudaloso.
Se respira un aire de tranquilidad casi absoluta, solo me acompañan los ruidos propios de la Naturaleza, del mundo animal, vegetal y mineral.
Me arrodillo y miro al cielo, doy gracias a Dios por haber llegado hasta ese maravilloso y recóndito lugar, donde se respira paz y tranquilidad.
Allí pasó unos días, tomando el agua del río, y comiendo las frutas de los árboles.
La luz del Sol me ilumina y purifica mi alma, la suave brisa de la Cordillera limpia las costras de mi corazón y la compañía de los animales y de los árboles me sirven como ejemplar y dignificante compañía.
Me arrodillo y me concentro de nuevo en mi respiración. Quiero llegar a la profundidad de mi alma. Largo camino que sólo unos pocos han llegado como los místicos españoles San Juan de la Cruz, Sta Teresa de Jesús; también Buda, Jesús de Nazaret y otros.
Ayuno durante un tiempo, sólo tomando agua pura del manantial de vida y mi espíritu cada vez se hace más liviano, cada vez profundizo más en mi alma. Hasta que al fin hablo con Dios que se encuentra en el confín de los confines de mi alma. Y allí me siento Dios. Dios y yo somos Uno.
-De este lugar ya no me marcharé nunca más.
-¡Aquí quiero morir!
lunes, 21 de julio de 2008
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